Esta mañana apuraba las últimas gotas de mi café cuando dos niños entraron en el bar con la precipitación típica de estas fechas. Sus padres abrieron la puerta inmediatamente después, superados por el entusiasmo de los infantes que disfrutaban de sus nuevos juguetes. El día de reyes es para los niños y para la nostalgia de aquellos que ya no son niños. Yo también estaba en aquel bar para recordar tiempos pasados pero mi añoranza no se centraba en mi infancia. Estaba allí para regresar por unas horas a los días en los que mi existencia transcurría de manera vertiginosa. Estaba allí para ver a Diego Costa.
En 2014 mi vida se encontraba en una completa incertidumbre y yo trataba de agarrarme a cualquier certeza, por estúpida que fuera. Diego Costa fue mi clavo ardiendo: a él recurría todos los fines de semana, los buenos y los malos, solo o acompañado. Mi semana se podía resumir en aquellos lunes en la oficina en los que durante el primer café discutíamos las opciones del Atlético de Madrid de abandonar el liderato. Todo parecía una broma que se estaba alargando más de la cuenta. El chiste no se terminaba y Diego Costa se empeñó en subir la apuesta, en convertir cada partido en un espectáculo. La cosa se puso tan seria que empecé a ir al Calderón con asiduidad. A veces uno solo debe dedicar sus esfuerzos a estar donde hay que estar.
Aquello terminó porque algo tan intenso no podía durar. Con final feliz o no (aún no estoy del todo seguro) Diego Costa dejó Madrid y yo me fui con él. Me marché con la sensación de hacerlo en el momento justo, convencido de que alargar mi estancia más de lo necesario solo serviría para agriar una etapa que inevitablemente llegaba a su fin. Es posible que Costa sintiera algo parecido. Cada uno por su lado, abandonamos 2014 en el cajón de los recuerdos.
Antes de que el árbitro diera la orden de poner la pelota en juego un joven adolescente discutía a mi lado con su padre. Hablaban de Diego Costa, claro. Desde la primera jugada todos los ojos se sitúan sobre él, en el campo y en las casas y los bares. Un par de lances demuestran que el partido es suyo y de nadie más, como demostrarán los titulares de todos los periódicos un par de horas después. No puedo evitar sentirme embriagado por una emoción que parecía olvidada, congelada durante casi cuatro años. Ha vuelto el espectáculo: oro, incienso y mirra.
Este año sí han leído mi carta.
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