Un hombre sin esperanza es un hombre sin miedo
–Daredevil: Born Again, Frank Miller–
En el salón de su casa, Alberto Contador expone sus trofeos más importantes: los que lo acreditan como campeón de las tres grandes vueltas y uno más pequeño y humilde, de una carrera de segunda fila que conquistó en Australia. Si le preguntan porque ese galardón comparte vitrina con los otros, los más ilustres que el ciclismo entrega, responderá que esa victoria es la más importante de su carrera. Porque fue allí, en una desconocida carretera australiana, dónde el pinteño forjó su destino.
El año 2004 fue el que marcó el punto de inflexión. Contador tenía solo 21 años cuando durante la disputa de La Vuelta a Asturias cayó fulminado de su bicicleta. La ambulancia atendió al ciclista que tirado en el suelo había sufrido unos terribles espasmos en lo que parecía un ataque epiléptico. Las pruebas médicas realizadas a posteriori encontraron un cavernoma cerebral que le obligaría a someterse a una intervención quirúrgica poniendo en riesgo su vida. La operación resultó un éxito pero la carrera ciclista de Contador, una de las mayores promesas del país, pudo haberse terminado de forma abrupta. No fue así y, a pesar de permanecer alejado de la bicicleta durante más de siete meses, consigue ganar una etapa en su reaparición en enero de 2005. Fue en el Tour Down Under, carrera australiana por etapas. Aquel trofeo, el que le demostró que podía disputar carreras profesionales, es el que guarda entre sus posesiones más valiosas. Nada como una experiencia cercana a la muerte para forjar un carácter indómito.
Tras aquel episodio la carrera de Contador despega hasta situarlo como el mejor corredor de su generación. En plenitud de sus facultas comienza a coleccionar títulos entre exhibición y exhibición: no es solo lo que gana sino cómo lo gana. Con 24 años se convierte en el español más joven en ganar un tour de Francia demostrando un desparpajo que despierta la admiración del mismísimo Lance Armstrong. Al año siguiente completa la triple corona tras sendos recitales en Giro y Vuelta. Tiene 25 años (el más joven de la historia en conquistar las tres grandes) y ya amenaza con convertirse en el mejor clasicómano de siempre. Por entonces Contador es un ciclista dominador que se gusta siempre que puede, atacando con todo cuando la carretera se pone cuesta arriba. No basta con ser el mejor: hay que demostrarlo, hay que enganchar al público. Es descarado, arrogante y espectacular. Es el mejor.
En el año 2009 reafirma su posición tras conquistar su segundo Tour de Francia venciendo al intocable Lance Armstrong. El trono es suyo y un tercer tour en 2010 parece presagiar una carrera que romperá récords. Su posición parece intocable justo antes de sufrir un revés demoledor. La UCI anuncia que Contador ha dado positivo por dopaje en ese mismo Tour de 2010. El ciclista que esquivó la muerte antes de tocar el cielo afronta entonces sus meses más oscuros en los que intenta desesperadamente mantener su imagen de ciclista limpio. Después de mil batallas el invencible pinteño parece más preocupado de los titulares de los periódicos que de los rivales que se frotan las manos ante la posible caída del ídolo. Sin embargo su vuelta provisional con una contundente victoria en el Giro de 2011 no parece indicar que la era Contador estuviera cercana a su fin. El tour dictaría sentencia.
Llegados a este punto conviene aclarar que la carrera de Alberto Contador está dividida en dos partes claramente diferenciables. La primera es la resumida hasta hora, la del Contador más dominador. La segunda es la del corredor que volvió tras el anuncio del positivo por dopaje. El último Contador no volvería a dar exhibiciones de superioridad (salvo en el ya mencionado Giro de 2011) pero demostraría un carácter que dejará una profunda huella en el imaginario colectivo. Un carácter que queda reflejado entre una derrota y una victoria.
La derrota se produce en aquel Tour de Francia de 2011, la primera Gran Vuelta que pierde Contador tras un largo dominio (por entonces había ganado seis grandes vueltas consecutivas, todas excepto la primera en la que había participado como novato). Una vez más la clave no estuvo en la derrota sino en cómo afrontó esa derrota. Tras perder todas sus opciones de victoria subiendo el Galibier, Contador decide atacar en la etapa siguiente a 92 kilómetros de meta (no es un error tipográfico, fue la locura del siglo). Cuando todo estaba perdido lo apostó todo en una arrancada suicida. Finalmente no consiguió darle la vuelta a la carrea y ni siquiera se llevó el triunfo de etapa. Fue sin embargo su derrota más dulce. El mito había caído pero lo había hecho a su estilo, eligiendo la manera de caer.
En aquella etapa se destapó la que sería su manera de proceder desde entonces: si no podía ser el mejor al menos sería el más valiente. En una era en la que el ciclismo se ha digitalizado y hasta el último esfuerzo se calcula por medio de algoritmos y vatios Alberto Contador lo apostó todo al plano emocional. Como su palmarés ya era espectacular el pinteño no estaba dispuesto a conformarse con podios: lucharía por la victoria hasta las últimas consecuencias. El factor psicológico sería su fortaleza y el ciclismo espectáculo su bandera.
Su victoria más recordada lo será por épica e inesperada. Tras perderse el Tour de 2012, la Vuelta de ese mismo año significaría el regreso de Contador a lo más alto tras una durísima disputa con Joaquim Rodríguez y Alejandro Valverde. El momento decisivo fue una aparentemente intrascendente etapa de media montaña que finalizaba en un pequeño puerto cántabro. Fuente De ya es uno de esos puertos que permanecerán eternamente ligados al nombre de Alberto Contador tras vencer allí en una etapa loca que le permitió vestirse el maillot rojo de líder. En aquella Vuelta a Contador se le veía completamente frustrado, incapaz de imponerse a un Purito Rodríguez en estado de gracia. Como en todos los finales en alto Purito lo dejaba atrás con sus demoledores arrancadas finales Contador eligió jugárselo todo en un ataque lejano con el que nadie contaba. A 50 kilómetros de meta inició el que sería su ataque más legendario para imponerse a un Purito que hasta ese día había estado más fuerte que nadie. Contador se la jugó porque no se conformaba con un segundo puesto y triunfó cuando ya nadie creía que pudiera hacerlo. No hay potenciómetro que pueda medir una determinación así.
Con esa actitud ha llegado al final. Y, como hiciera en el Tour de 2011, Contador ha elegido su forma de terminar. En su última gran vuelta con 21 etapas para 21 despedidas con un público que le quiere como solo se quiere a los ciclistas, deportistas que hacen del sufrimiento una forma de vida. Se ha ido atacando todos los días en lo que para muchos demuestra una grave carencia de sentido estratégico. Para él era la única opción de ser fiel a sí mismo. Soñó con una despedida perfecta y cumplió en la cima del Angliru, diciendo adiós antes de que el tiempo lo atrape. Porque ni si quiera el tiempo puede alcanzar a un hombre sin miedo.
Me gustaría que se me recordase como un inconformista
–Alberto Contador–