And I don’t wanna die
I just wanna ride on my motorcy…
cle
-Arlo Guthrie, The motorcylcle Song-
Can music save your mortal soul? Es una pregunta interesante, aunque suene infantilmente exagerada. Seguro que Handel se tomó el asunto muy en serio mientras componía El Mesías, pero para aportar mi humilde y pequeño grano de arena tengo una historia concreta que puede ayudar a responder la pregunta retórica del bueno de Don McLean.
Unas semanas antes de cumplir veinticinco años yo atravesaba lo más parecido a una depresión que he experimentado. Simplemente no me apetecía hacer nada, la desidia se había apoderado de todo mi ser. Ir a trabajar era una acción que hacía con el piloto automático puesto y creo que dedicaba la mitad de mi tiempo a mirar (literalmente) como avanzaban las manecillas del reloj.
Para dar algo más de contexto al asunto, yo hacía un año que había vuelto a Galicia desde Madrid y no tenía ni idea de hacia dónde dirigir mi vida. Los primeros meses de vuelta en casa habían sido difíciles de mejorar, me faltaban días para quedar con toda la gente que había dejado atrás. Pero hasta a uno se le agotan las ganas de recuperar el tiempo perdido. O mejor dicho, el tiempo se recupera mucho más rápido de lo que uno puede llegar a creer. Tras ese subidón inicial llega la rutina, y con veinticinco años esa rutina implicaba afrontar por primera vez problemas de la vida adulta.
Yo creía que mis principales preocupaciones en el ámbito laboral debían ser cumplir con mi trabajo y progresar en el mismo. Pero aquí se vino el primer golpe de realidad, lo que yo vengo a considerar el punto de partida de mi pérdida de inocencia: cuando yo veía a mis jefes detestaba todo lo que representaban. La cosa puede parecer baladí pero cabe preguntarse qué clase de futuro le espera a alguien que deteste los ejemplos aspiracionales que le han dado. No había mucho lugar para la esperanza en este área de mi vida así que me imagino que decidí simplemente seguir hacia adelante sin pensar demasiado en mi situación.
El problema es que mi vida fuera de la oficina no era tampoco muy halagüeña. Mi plan de semana consistía en llegar a casa de trabajar para ver alguna serie o jugar a videojuegos hasta que llegara el fin de semana, que dedicaba a emborracharme sin pudor con excusa de socializar cada noche. Prolongando esta situación durante quince meses se llega al punto de partida que presenté al inicio, la víspera de mi veinticinco cumpleaños.
Justo la noche antes del día señalado mi equipo de fútbol sala de la liga local tenía un partido importante. El partido comenzaba a las diez, lo cuál implicaba que tardaría en conseguir conciliar el sueño y al día siguiente estaría muerto de sueño en la oficina. El caso es que nunca llegué a entrar en la oficina el día de mi cumpleaños: en una jugada fortuita en la que me disponía a encarar la portería solo, el portero rival me entró con los dos pies por los aires y me mandó volando. En una aparatosa caída me hice daño en lo que después sería diagnosticado como una fisura en la cabeza del radio. Me empezaron a llegar mensajes felicitando el cumpleaños de madrugada, mientras estaba en urgencias.
Para mí aquello había sido algo así como un milagro. De repente iba a estar por lo menos un mes sin ir a trabajar (al final fueron cinco semanas). Me gustaba pensar que aquello se parecía a la canción Drifter’s Scape de Dylan, en la que un condenado a muerte se escapa en el último instante aprovechando que un rayo cae sobre el edificio en el que está siendo juzgado. Estas cosas las pensaba porque en aquellos días de desidia había multiplicado los ratos que dedicaba a escuchar música y, aunque parezca un dato anecdótico, tengo que recordar que la música es el late motiv de toda esta historia.
El caso es que, como acabo de explicar, en aquella época había comenzado a dedicar más tiempo del que solía a escuchar música y, ahora que estaba de baja, tenía pensado dedicar todavía más (realmente dediqué aquel parón casi exclusivamente a escuchar música y leer los tomos de Canción de Hielo y Fuego). En este proceso de escucha y descubrimiento llegué a Arlo Guthrie, el protagonista de la canción que he elegido hoy. Con Arlo me topé porque había versionado una canción de Dylan que me gustaba mucho, Walkin’ Down The Line. No solo la había versionado, la había tocado en directo en el legendario festival de Woodstock de 1969. La canción era una más de aquel montón de temas folk que Dylan grabó para Columbia y que terminaron siendo versionadas por decenas de artistas sin que el propio Dylan llegara a sacar sus propias versiones en discos de estudio. Pero Arlo hacía algo más que cantar, era un maestro a la hora de interactuar con el público. Incluso lo intentó en Woodstock, aunque el aparente exceso de químicos que cargaba en el cuerpo no le ayudó a tener su mejor actuación.
Arlo, como decía, se hizo famoso por los comentarios que improvisaba en sus actuaciones en directo. Estas improvisaciones terminaron por derivar en auténticas historias que preparaba y convertía en canciones, una suerte de relatos acompañados con música para divertir a la audiencia. Las anécdotas se habían convertido en el sello personal de Arlo, que decidió entregarse por completo a aquel formato cuando publicó su obra más exitosa e influyente, Alice’s Restaurant, un disco cuya primera parte contenía una única canción de más de dieciocho minutos. En la balada, grabada en directo, Guthrie narraba los peculiares hechos que le habían permitido librarse del reclutamiento forzoso que habría de dar con sus huesos en Vietnam. La segunda parte del álbum contenía una serie de temas folk con un formato tradicional y grabadas en estudio (solo esa peculiar cara A era un directo). Entre esas canciones del lado B se encuentra The Motorcycle song, una canción cuyo ritmo machacón (basado en el famoso Travis Picking, una peculiar forma de tocar la guitarra alternando dos notas al bajo de forma constante) me dejó prendado sin escapatoria posible. Pero no era el sonido lo único que me atrapó de la canción.
La versión de The Motorcycle Song que se encontraba en el Alice’s Restaurant estaba grabada en estudio pero Arlo la convirtió en uno de sus grandes éxitos gracias a las interpretaciones en directo. En ellas alargaba la canción hasta los diez minutos para incluir la historia de cómo había compuesto la misma. La historia podía variar de directo en directo aunque su raíz siempre era la misma: Arlo, en un alarde de fantasiosa habilidad, conduce su moto al mismo tiempo que conduce su guitarra. La difícil ejecución de ambas prácticas de forma simultánea le lleva a precipitarse por un barranco y durante el tiempo que dura la caída (de la que siempre sobrevive de alguna forma inverosímil que suele variar según el directo) compone la canción que ahora interpreta. De ahí el verso principal, I don’t wonna die, just want to ride my motorcy(cle), que puede parecer una tontería más entre la infinita broma que representaba aquella canción pero de alguna forma conectó con mi yo deprimido. En aquellos momentos entendí que no quería morir, solo quería conducir mi moto, escuchar mi música.
Se puede decir que toda aquella música no resolvía ninguno de los problemas que atravesaba pero me descubrió algo por lo que aún mantenía una viva ilusión. De alguna forma aquello era una piedra sobre la que construir algo. Está claro que algún día tendría que regresar al trabajo y afrontar mi encrucijada vital. A este respecto me gusta pensar que me sucedió aquello que, en palabras de Pete Townshend, le sucedió a Jimmy cuando (spoiler alert) decide no suicidarse al final de Quadrophenia:
Jimmy pasa por una crisis suicida. Se entrega a lo inevitable, y tú sabes que cuando todo se acabe y vuelva a la ciudad va a pasar por la misma mierda, va a seguir estando en la misma terrible situación familiar y demás, pero ahora está en otro nivel. Él es débil todavía, pero hay una fuerza en esa debilidad. Corre el peligro de madurar.