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Reflexiones personales

8. Angel from Montgomery (John Prine)

Just give me one thing
That I can hold on to
To believe in this livin’
Is just a hard way to go

«Prine’s stuff is pure Proustian existentialism. Midwestern mindtrips to the nth degree. And he writes beautiful songs. I remember when Kris Kristofferson first brought him on the scene. All that stuff about Sam Stone, the soldier junky daddy and Donald and Lydia, where people make love from ten miles away. Nobody but Prine could write like that».
-Bob Dylan, 2009-

Suelo tropezarme con los grandes artistas así, tirando de un hilo que guía mi destino a ciegas. El caso es que estaba escuchando el disco Exile on Coldharbour Lane de Alabama 3 (el grupo que compuso la canción de la intro de los Soprano, vaya) cuando me crucé con una genialidad llamada Speed of the Sound of Loneliness. Aquello me tenía enganchado, porque además de sonar increíble me quedé prendado de ese concepto absurdo, la velocidad del sonido de la soledad. Me parecía una idea entre cutre y brillante que, por supuesto, funcionaba de maravilla en una canción country. Resultó que el tema versionaba a un tipo llamado John Prine, del que resultó que ya tenía guardadas un par de canciones en Spotify (Clay Pingeons, una preciosidad que a saber de dónde había sacado y In Spite of Ourselves, su mayor éxito comercial). Solo tuve que escoger su primer disco y darle al play.

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No me gustó el final de Ozark. O quizás debería precisar que no me gustó el desenlace, porque hay algunas cosas de la última temporada que sí me gustaron. Por ejemplo, mi escena favorita de la serie está en el último episodio. En ella Ruth Langmore (nuestra redneck Julia Garner) contempla el esqueleto de la piscina que está construyendo en el parque de caravanas donde ha vivido siempre con su familia, que a lo largo de la serie ha ido desapareciendo. Sobre este escenario Ruth imagina una escena en la que aparecen todos aquellos que ya no están: su padre, sus tíos y sus primos. El grupo disfruta de una barbacoa con sus cervezas mientras se gastan bromas y Russ, tío de Ruth, toca la guitarra y canta con voz desgarrada Angel from Montgomery, canción de John Prine. Ruth observa la obra de su imaginación desde el techo de su caravana, el espacio favorito de su primo Wyatt (que se sienta a su lado en esta recreación).

La escena cobra especial relevancia al considerar la evolución de la propia Ruth a lo largo de la serie. Desde el comienzo se la muestra como una joven destinada a recorrer el mismo camino que durante generaciones ha condenado a su familia: una vida sustentada mediante trabajos precarios y delitos menores. Ruth lo llama la maldición de los Langmore y, como en la canción de John Prine, su máxima aspiración es huir de la vida que el destino le ha preparado. En este sentido, su encuentro con la familia Byrde le permitirá alcanzar todo aquello con lo que había soñado: no solo amansará una fortuna, si no que también aprenderá varios oficios y sentirá que su desempeño es apreciado. De alguna forma, la chica para todo de Marty Byrde encuentra su lugar en el mundo.

El problema es que Ruth ha sacrificado demasiado para alcanzar su nueva posición. El esqueleto de su nueva piscina, que iba a ser el símbolo último de su éxito, le hace cuestionarse si su ascenso ha valido realmente la pena. Al fin y al cabo la serie sugiere en más de una ocasión que el auténtico anhelo de Ruth no era la riqueza, si no encontrar la aprobación de su padre y disfrutar de la vida junto a sus primos. Quizás los Langmore no estuvieran tan malditos (no desde luego tanto como sí lo están los Byrde). Quizás Ruth nunca quiso salir de Montgomery.

El último episodio de Ozark se titula A Hard Way to Go, frase tomada del estribillo de Angel from Montgomery. El rodaje de la última temporada comenzó unos meses después del fallecimiento de John Prine en abril de 2020, tras contraer COVID-19.

We are gonna sing Blowin’ in the Wind

Fue el sábado 8 de septiembre de 2012. Acababa de superar la semana más importante de mi vida y, como suele ser habitual en estos casos, ni siquiera me acercaba a sospecharlo. Para mí, aquella solo había sido la semana del ataque de Contador en el Collado de la Hoz. Ya había planeado acercarme el día hasta el Paseo del Prado para ver la última etapa de aquella gloriosa Vuelta a España.

Estaba sentando en el asiento trasero del coche de mi padre, que circulaba por las larguísimas rectas tan típicas de las carreteras de Castilla. Me invadían los nervios y cierta ansia, ya que todo iba a cambiar deseaba que lo hiciera cuanto antes. En cuanto llegara a Madrid aquella ciudad iba a ser mi nuevo hogar. Casa lejos de casa. La idea de abandonar todo rastro de lo que hasta entonces habían sido mis rutinas me abrumó en algún momento durante aquel trayecto y decidí sacar los auriculares de mi bolsillo para escuchar algo que me resultara familiar. Elegí Blowin’ in the Wind.

Retrocediendo un par de años en el tiempo, en plena semana de exámenes finales en la universidad, me recuerdo frente a la pantalla del ordenador contemplando aquel directo final, en el festival de Newport de 1963. Un niño había comenzado aquel fin de semana, una leyenda lo terminaba. Las grandes estrellas del folk le hacían los coros en su despedida. En aquel momento las letras y la música eran secundarias para mí, la pasión envolvía a mi yo de diecinueve años.

En aquel coche que atravesaba Castilla no buscaba pasión, solo alguna certeza. De algún modo la encontré en aquella balada. La canción llevaba conmigo algunos años y en ese momento, rodeado de un montón de nada, sentí que la música iba a seguir conmigo durante mucho tiempo. No iba a importar la situación, el lugar o la compañía, ya tenía algo que nunca me iba a abandonar.

Más de una década después he olvidado cientos de instantes que en su momento consideré relevantes, pero sigo recordando claramente lo que sentí en aquel coche escuchando a mi viejo amigo Bob Dylan. Casi tan inolvidable como aquella imagen de Contador atravesando la meta en Fuente Dé.

905

«Uno y el mismo es este don de la libertad concedido a los hijos de los Hombres: que sólo estén vivos en el mundo un breve lapso, y que no estén atados a él, y que partan pronto […] La Muerte es su destino, el don que les concedió Ilúvatar, que hasta los mismos Poderes envidiarán con el paso del Tiempo»
-Del principio de los días. El Silmarillion, J. R. R. Tolkien-

At each end of my life is an open door
-905, John Entwistle-

Recién acabo de terminar de leer Las partículas elementales de Houellebecq. Me ha dejado desesperanzado tras ese epílogo huxliano. Un Aldous Huxley que es citado numerosas veces en la obra (incluso un personaje secundario es presentado como un antiguo amigo suyo) y hasta se describen algunas curiosidades de su vida: por mi parte ignoraba la larga y prestigiosa lista de biólogos que pertenecen a la rama Huxley. Desconozco las intenciones de Houellebecq con ese final o la opinión que guarda sobre el mismo. Sospecho que para rematar su visión decadente de occidente se le ocurrió un desenlace limpio y propio de burócratas.

Mientras redacto estas líneas me ha dado por escuchar 905 de The Who. La canción fue escrita por John Entwistle y la letra narra un escenario basado en el universo de Un mundo feliz de Huxley. Al bajista, un entusiasta de la novela, le parecía especialmente interesante la encrucijada que enfrenta el personaje de John el Salvaje. En un mundo que le es ajeno (y que termina por despreciar profundamente), a John ni siquiera le dejan refugiarse en su propia soledad. Desesperado y sin escapatoria aparente, decide suicidarse. A 905, habitante de la nueva tierra y programado desde su nacimiento, solo la muerte le garantiza la libertad que su condición le ha negado. Michel Djerzinski encuentra un destino similar en la obra de Houellebecq pero en una personalidad tan peculiar como la suya no es fácil interpretar los motivos que conducen sus actos.

Para exponer mi opinión acerca de esa pesadilla que me es recurrente, la de la vida eterna, recurro a un texto que se fijó en mi cabeza desde la primera vez que me topé con él en mi inocente adolescencia. En El Silmarillion, evangelio según San Tolkien, Finrond Felagund, de la noble casa de Fingolfin, es el primer elfo que descubre la existencia de los Hombres y es, por consiguiente, el primer inmortal que contempla los estragos de la edad:

Los años de los Edain se prolongaron, de acuerdo con las cuentas de los Hombres, después de que llegaron a Beleriand; pero por último Bëor el viejo murió; había vivido noventa y tres años, y cuarenta y cuatro de ellos al servicio del Rey Felagund. Y cuando yació muerto, no de herida ni de pena, si no vencido por la edad, los Eldar vieron por primera vez la rápida mengua de la vida de los Hombres, y la muerte de cansancio, que ellos no conocían; y lloraron mucho la pérdida de sus amigos. Pero Bëor había abandonado la vida de buen grado, y falleció en paz; y los Eldar se asombraron grandemente del extraño destino de los Hombres, del que nada se decía en las canciones e historias, y que les estaba oculto.

No sé si viviré lo suficiente para comprobar como los hombres superan el obstáculo definitivo. Ni si quiera sé si el hombre seguirá siendo hombre después de ello. Lo que tengo bastante claro es que no estoy dispuesto a renunciar a mi don. Sea cual sea el destino que señale el último viaje.

A mi yo de veinte (Ooh La La)

«El fondo y el auténtico contenido de todos nuestros conocimientos consisten en la comprensión intuitiva del mundo. Y esta solo puede ser adquirida por nosotros mismos, no es susceptible de enseñársenos en forma alguna. Por ende, nuestro valor intelectual, al igual que el moral, no nos viene de fuera, sino de lo profundo de nuestro propio ser»
-Parerga y Paralipómena. Escritos filosóficos menores, Arthur Schopenhauer-

Hace algunos años me crucé con un par de artículos titulados algo así como «Cosas que he aprendido a los treinta años». Ahora que me encuentro a punto de cruzar esa frontera reconozco la utilidad de este tipo de textos si se redactan como un ejercicio de reflexión personal por parte de quién lo escribe (al fin y al cabo, ¿no es escribir una suerte de monólogo interior más esforzado que el propio pensamiento?). Ahora bien, en este tipo de artículos siempre subyace una intención más ambiciosa, la de listar una serie de enseñanzas que puedan ser útiles para los más jóvenes. Todo el mundo nos hemos topado con esa pregunta que formula algo parecido a «¿qué le dirías a tu yo de veinte años?». Mi respuesta a este tipo de cuestión ha variado mucho a lo largo de los años y justo ahora que termino mi década de los veinte me parece un momento oportuno para plasmar la que sería mi respuesta actual.

Para empezar hay que especificar con claridad los límites de la pregunta. «¿Qué le dirías a tu yo de veinte años?» no es lo mismo que «Qué te gustaría saber con veinte años?». En este caso asumo que mi yo de veinte años se encuentra con una carta anónima de consejos para sobrellevar su vida durante los próximos diez años. Estos consejos tienen que estar relacionados con el comportamiento o conocimiento y no deben verse afectados por los sucesos del mundo (digamos que no acepto la típica de respuesta de «compra bitcoins» o «no visites una sala parisina llamada Bataclan en noviembre de 2015»). También debo insistir en que la fuente de estos consejos es anónima: en el supuesto que construyo mi yo de veinte años se topa con esta lista de consejos por casualidad y no puede saber que son enviados por su yo futuro. En mis propias ensoñaciones quiero mantener intacto el continuo espacio tiempo.

Una vez fijadas las premisas puedo empezar a priorizar en las recomendaciones que le daría a ese joven confuso. La primera que se me viene a la cabeza sería que se apuntara cuanto antes al gimnasio, aporta demasiados beneficios y el único gran esfuerzo que conlleva es dar el primer paso. Lo segundo en lo que le insistiría es en que aprendiera a estar solo cuanto antes. No me refiero a convertirse en un solitario ni nada parecido pero sí a soportar la soledad (a soportarse a uno mismo, en definitiva). Para el resto de consejos me pongo a repasar rápidamente los sucesos que han marcado mis últimos diez años. Por supuesto hay un puñado que me hubiera gustado haber evitado pero de alguna forma casi todos conducen a alguna experiencia o enseñanza que no me gustaría borrar. Y claro esta idea deriva en otra más interesante: no solo aprender a base de golpes puede derivar en beneficios insospechados sino que además todas las lecciones aprendidas por la vía dura se aprenden mejor. Mi yo de veinte años podría recibir los mejores consejos del mundo que, en el remoto caso de que se quedara con algo, nunca aprendería la lección lo suficientemente bien.

Al final la respuesta está bastante clara: a mi yo de veinte años no le diría nada. Ya se encargará la vida de explicarle de qué va esto. Seguro que mi yo de cuarenta me diría lo mismo ahora. Y seguro que, como canta Ronnie Wood, cuando sea un abuelo cebolleta me encargaré de explicarle todo esto a mis nietos. Aunque no me hagan ni caso.

Poor young grandson there’s nothing I can say
You’ll have to learn, just like me
And that’s the hardest way, ooh la la

Out of Time Man

Mediados de febrero de 2020

Salgo corriendo de trabajar. Ahora salgo a las cinco y media, treinta minutos más de vida. Solo es mi segunda semana en la nueva empresa y ya huyo sin mirar atrás en cuanto me llega la hora. Esta vez tengo un motivo: Nuria y Adrián me están esperando. Es un evento importante porque cada vez es más difícil reunirnos. Hace no mucho tiempo estábamos juntos a todas horas y ahora que no compartimos ciudad nos conformamos con encontrarnos un par de veces al año.

Busco sitio donde aparcar en el centro, la vieja lucha de cada día que abandoné hace unos meses. No lo echo nada de menos. Realmente yo “nunca” he vivido en el centro. Mi vida está entre el barrio en el que me crié y la zona vieja. Solo aproveché mis años en el ensanche cuando Adrián y Nuria eran casi vecinos míos. Ahora que me están esperando sigo llegando tarde por culpa del trabajo. En alguna ocasión incluso fueron al cine mientras yo aún estaba en la oficina, cosas de los horarios infernales de la Númax y su única sala. Cómo me jodía que fueran al cine sin mí.

Consigo aparcar al fin, me esperan en la terraza del Tertulia, llegando a Galeras. Solía desayunar por allí, parece que fue hace un siglo pero no ha pasado ni un año. Miro el reloj por mirar: las agujas están paradas. Llevo todo el día mirando para esas agujas paradas, típico acto reflejo. Apuro el paso porque Nuria no puede quedarse hasta tarde. Luce el sol pero pronto oscurecerá.

Qué bueno juntarse los tres, realmente actuamos casi como si siguiéramos viéndonos a diario. No pasa el tiempo cuando estamos juntos. Adrián sigue con su vida en Madrid, más agitada que de costumbre. Nuria ya se prepara para afrontar las elecciones, que serán en menos de dos meses (je). Yo con mi nuevo trabajo, aún no sé ni qué contar de mi nuevo trabajo. Seguimos hablando de la misma gente y quejándonos de los mismos problemas. En su día vivíamos para quejarnos: el mejor momento de la semana era cuando nos juntábamos para desahogarnos. Ahora lo hacemos con un recorrido más amplio: hace medio año que no coincidíamos los tres.

Nuria se marcha y yo me ofrezco a acercar a Adrián al aeropuerto. Le hablo de lo mucho que ha cambiado mi vida desde que cambié de empresa. Todo es distinto, no dejo de conocer a gente nueva. Estoy tan emocionado que me cuesta dormir por las noches. Él se alegra por mí, imagino que comprende que necesitaba un cambio. Antes de despedirnos prometo visitarlo en primavera.

Llego a casa cansado, necesito dormir del tirón, ahora solo hago los fines de semana. Tengo que cambiar la pila del reloj. En una semana descubriré que no es cosa de la pila: las agujas se han aflojado. Me dará tiempo a arreglarlo antes de dejarlo encerrado en un cajón. Se quedará ahí durante un par de meses. Y yo nunca salgo de casa sin reloj.

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